19 sept 2008

Iris

Iris era un país. Una tierra exótica de playas rosas de arena fina, suave y tersa. En el sur, los mejores océanos, limpios, cuidados, en los que una calma aparente es la reina de toda su belleza. Y esas aguas claras bañan costas alargadas de fiel bondad meteorológica. Y ascendiendo por estas costas que son como grandes espigones parejos rodeados de mar cada uno, entramos en las llanuras (donde sendos rompeolas se unen como líneas paralelas en el horizonte) que se ensanchan y aplanan y reciben el dulce baño del sol y son como un desierto fresco. Justo en el centro hay un pequeño oasis de vida que es un descanso en el largo camino.

Porque hay que caminar un trecho largo por senderos que se levantan poco a poco, para llegar al macizo central de Iris. Entre sus dos cordilleras, don grandes montes se alzan ocultando los atardeceres y pariendo amaneceres rojos. El paisaje montañoso se puede bordear por el este o por el oeste, donde dos enormes trozos de tierra de extienden hacia el sur cercando una extensión de agua entre ellos y los picos. Pueden ser lagos por su estancamiento, pueden ser ríos por su naturaleza longitudinal, pero son mares alimentados por el océano infinito que es el todo ajeno a Iris. Bordeando estos mares simétricos a cada lado del macizo se puede ascender, o por los desfiladeros que separan (como un gran valle en forma de uve) los dos montes principales. Más arriba las pendientes vuelven a caer en farallones peligrosos donde se ocultan nuevas bellezas que no son ricas en extensión (ya que la tierra se estrecha comiendo el océano a las rocas en don cabos también simétricos) pero sí en una simpleza aritmética tan sencilla como hermosa. Allí el viento es fresco, el aire sopla suave e imperceptible y crea un espacio de descanso eterno.

Pero se puede continuar subiendo, al atravesar tal agujero hipnótico y volver a ganar distancia al sol, cuando se levantan paredes de roca imponentes que es necesario vencer con la mayor de las fuerzas. Escalando con dificultad, el valle estrecho que dejamos se hace cada vez más pequeño en la distancia. Y llegamos a la cima, a un suelo de nuevo llano desde el que es fácilmente divisable toda la extensión hacia el sur de Iris. Pero volvemos de nuevo la vista al norte, donde las llanuras se cubren más delante de formas que suben y bajan creando dibujos que ocultan tras de sí a un bosque lejano. Estas formas, que son salientes de roca pulida y fría, suponen un nuevo descanso antes de la última etapa. Son fácilmente estructuradas y descriptibles, ya que se plantean en el suelo de forma simétrica como si alguien las hubiese apilado una a una de forma consciente. Como el mobiliario de un salón. Justo delante de extiende longitudinalmente un sofá pulido de curvos dibujos. Es de piedra rojiza. Justo detrás y perpendicular al anterior, una forma afilada sube hacia el norte hasta su intersección con dos grandes hoyos (uno a cada lado del saliente) que contienen aguas azules y verdes de especial claridad. Y por encima de ellos comienza a crecer el verdor, que más al norte se transforma en tullido follaje, y más allá en denso bosque que agita sus extremidades al viento. Es una selva enorme que se extiende hasta el océano superior, muriendo en una playa curva, en la que las raíces y troncos de los árboles más valientes están bañados por el agua.

Es un viaje largo, un camino que se recorre en largo tiempo pero sin cansancio. Es el trazado de Iris, su clima, su aroma y su engullidora belleza.

Iris era un país. Iris era una mujer.

(Relato publicado en el periódico Plaza Vieja de Andújar en septiembre de 2008)

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