17 oct 2008

Hola otra vez audaces seguidores invisibles

¿Qué tal, damas y caballeros? Abro una nueva función en este programa tan falto de materia prima (es por escasez de tiempo de ocio, básicamente)

No se enfaden conmigo si no paso mucho tiempo por aquí, pero es que no me gusta dejar comentarios baladíes ni imágenes que no dicen nada... bueno si, está bien. Pero eso también hay que hacerlo bien y hay que pensar antes de desbariar.

De momento les voy a dejar con el prólogo de un nuevo libro en el que estoy trabajando. Es una historia de terror que comienza cuando unos extraños asesinatos alertan a una pequeña población. Un antiguo habitante, un joven periodista que marchó hace tiempo a Nueva York cuando una experiencia traumática le enfretó con su familia (a la que creía responsable) regresa después de mucho tiempo preocupado por la ola de extraños sucesos. Cuando se involucra en la investigación irá descubriendo que esos horribles asesinatos le devuelven al pasado, y encuentra una sorpresiva conexión con aquello que lo alejó de su pueblo natal hace tantos años...

Si les gusta, digánmelo, propongan mejores u ofrezcanme consejos para hacer de la historia algo con más sustancia. Y, si no les gusta, por el contrario, se aguantan (eso si, dejen alguna sugerencia)

Sin más qué decir un saludo de Jean Loumès.

Prólogo

Silencio perturbador. Los sonidos de la nada lo inundaban todo. Silbaba el viento entre los mármoles y el ladrillo, si, pero no había más que silencio. Era una sensación más que una verdad certera, porque al paso de esos silbidos danzaban de forma macabra las hojas y las ramas de los árboles, y los búhos cantaban a la luna, y los pequeños insectos correteaban como dejándose llevar por el ritmo de aquella oscura sinfonía. Pero era una música callada, era silencio lo que el sonido transmitía. Porque pese a los caprichos de la brisa al colarse por las esquinas, al usar el propio entorno como una enorme caja de resonancia; pese al andar acompasado de las hormigas, los escarabajos y las cucarachas, y las dulces voces de los grillos lejanos; pese al crujir de las viejas maderas, de las ramas ancianas y de las piedras que tanto tenían que contar; pese a todo, era la armonía del silencio lo que se creaba. Y como en la más ambiciosa de las óperas, el sonido contaba con su escenografía y vestuario: de gala las cruces y las estatuas que parecían a medio esculpir porque ya se las había comido el viento. Envueltas en ligera niebla, las losas grabadas se alineaban como si fueran un gran coro que callaba. El libreto de aquella obra era excepcionalmente bello, y no tenía palabras.

Hasta que, en tal perfecta pieza de música callada, desafinó un instrumento. Los pasos lentos de un andar seguro sobre el barro desentonaron en la hasta el momento sublime construcción del silencio en movimiento. Rompían el aire los rasguños en la tierra mojada de unas botas cuyo cuerpo aún no se podía intuir. Pero por ahí estaban, caminando entre las tumbas, haciendo callar a los grillos y a las lechuzas, espantando a los insectos a su paso... silenciando al aire que parecía perder su fuerza al querer arremeter contra aquel andar. Era un andar misterioso, sereno, que no parecía dirigirse a ningún lugar en concreto pero no dejaba de moverse. Ahora el silencio sí estaba roto, y el cementerio (que antes parecía tan gratificante en aquella calmada noche) se había transformado de repente en un lugar terrible. Incluso se podía tener la sensación de que las almas de los infelices que allí dormían se estremecían al sentir aquellos crueles pasos no queriendo, bajo ningún concepto, volver a salir. Y tal vez fuera cierto, tal vez en ese preciso momento, el lugar y el contexto más seguros de todos los que podrían existir en cualquier parte del mundo, fuera una tumba y estar muerto.

Una imagen felina que recortaba la luz nocturna sobre un muro de piedra parecía querer enfrentarse al intruso. No emitía sonido alguno, solo observaba con fiereza el andar que se cruzaba frente a sus pupilas amarillentas. Pero a esas botas que no se detenían no les importó que aquel testigo animal pudiese dar fe de su existencia en ese lugar y en ese preciso instante. Cruzó la verja de forja que siempre estaba entreabierta y al atravesar el umbral, las hojas secas que se amontonaban junto a los muros emprendieron un corto vuelo como si la simple determinación del caminar fuese más fuerte que la brisa que no las había conseguido levantar minutos antes. Y era realmente curioso que al mismo tiempo que se iba alejando del cementerio, el misterioso cuerpo dejara ver gradualmente una parte más alta de su anatomía. De entre las sombras surgieron unas piernas largas a cuya media altura ondeaban los pliegues de un abrigo oscuro. El resto aún era una silueta negra, pero al menos ya no era solo el eco de unos pasos, sino una forma corpórea de cabeza erguida que caminaba firmemente hacia una casa, con los brazos caídos que se dejaban mecer al compás de los pasos. Ellos eran ahora los que dictaban la melodía. Como en un punto y aparte, como en el cambio de un movimiento allegro a un largo cadencioso, la obra musical parecía ya ser otra. Se había dejado de escuchar el silencio que había quedado tras los muros, la disonancia se había perdido porque ya solo quedaban aquellos pasos terribles como toques de percusión en una marcha fúnebre.

No muy alejada de la verja que nunca se cerraba, la primera casa del pueblo estaba aún alejada del resto de las viviendas. Antiguamente fue la sede de un club de caza cuyos ancianos y retrógrados contertulios habían muerto o no estaban ya en forma para empuñar sus rifles. Hacía años que la caza había perdido adeptos en aquella zona, y cuando los últimos miembros del club ya no pudieron continuar financiando su permanencia, se clausuró definitivamente. El coto se cerró, pasó a ser espacio protegido y la casa al borde del bosque se puso en venta. Y uno de los últimos miembros, J. P. Jackson (muy mayor aunque no de los más ancianos) la compró con lo que quedaba en las arcas del antiguo club. Vivía allí con su mujer, su único hijo y dos perros ancianos. No quiso alejarse de su amado bosque, no permitió a su hijo buscar un futuro diferente a seguir sus propios pasos, estaba obcecado en que podría levantar de nuevo el coto y devolver al pueblo su deporte favorito. A su único modo de vida.

Aquella noche vio desde la ventana como una figura de andar extraño se acercaba a la casa. Sus ojos ya no tenían la vitalidad de antes pero mantenía más o menos una buena visión. Era un cazador. Sabía controlar las situaciones y, al fin y al cabo, un hombre no corre más que un ciervo. Miró de reojo su arma. El rifle de cerrojo se apoyaba en la pared justo encima de la chimenea. Para J. P. Jackson, aquella herramienta estilizada, potente y fiable había sido su mejor y más leal compañera durante años. Se sentía tentado de nuevo al observar como aquel tipo entraba en su jardín. Ahora era un intruso, él tenía derecho... pero cuando la figura alcanzó el porche, J. P. Jackson sintió un terrible escalofrío. No sabía por qué pero su cuerpo soportaba ahora un miedo atroz, temió por su familia y pensó que lo único que debía hacer era protegerla a toda costa. Fue hasta la chimenea, cogió el rifle (que siempre estaba cargado) y fue hasta la puerta. El intruso no llamó, pero tampoco entró a la fuerza, simplemente la hoja de madera giró sobre los goznes como si hubiera cedido al viento. Lo que dejó perplejo al cazador era que no podía haber corriente de aire con el ventanal de la cocina cerrado a cal y canto, y, sobre todo, que la puerta principal había estado hasta ese momento bloqueada con tres cerrojos de acero.

El intruso levantó la vista, tenía el pelo largo y le caía por la frente oscureciendo sus ojos. No había mucha luz, pero el farol de gas que estaba colgado en el pasillo fue suficiente para proyectar la más cruel de las sombras en el umbral de la puerta. A Jackson le temblaba el pulso, apuntó a la cabeza del intruso y al final del cañón de acero rayado pudo ver como dos ojos que brillaban con luz propia se abrían de repente mostrando unas pupilas enrojecidas que acompañaban una expresión demente. Los labios del intruso sonreían con una dulce ironía, torció un poco la cabeza y ese leve movimiento captó la atención de Jackson, que supo extraer de entre el miedo al cazador que llevaba dentro. Era un profesional y sabía que controlar la situación era importante, que no podía perder detalle de los movimientos de la presa, que debía disparar antes de que jugase su baza, antes de que estuviese demasiado cerca, tenía que disparar antes de que Jackson estuviera a su alcance, antes de que pudiera arrebatarle el arma... El pequeño gesto del cuello fue el detonante. Se concentró en su dedo índice, presionó y notó la resistencia del gatillo que estaba frío. Llevó el mecanismo hasta el fondo mientras mantenía el cañón apuntando a la cara de la presa, la culata bien aposentada en el hombro derecho. Había perdido el miedo de repente, estaba aferrado a su eterna amiga, a su herramienta, a su única salvadora, a su vida... pero aquel rifle llevaba demasiados años sin dispararse.

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